Por Jean-François Revel miembro de la Academia Francesa.
Conocí a Jean-Pierre Geoffroy Dechaume en México en 1951. Para un pintor francés y, en general europeo, era una experiencia interesante, una dura prueba enfrentarse a los "gigantes" de la pintura mural y narrativa mexicana. Cualesquiera que fuesen los talentos, a fin de cuentas, muy desiguales, de Orozco, de Rivera o de Siqueiros, no se les podía negar su importancia, ni su empeño en una dirección de la pintura francamente opuesta a las experiencias más formales a las cuales se entregaba uno en París.
Con gran seguridad, Geoffroy Dechaume llevó a cabo, en algunos meses, en el Liceo Franco-Mexicano, un fresco soberbio, igualando en su propio terreno a los representantes de la triada sagrada del Nuevo Mundo, y cabe mencionarlo, rebasándolos en ciertos aspectos. Más tarde en Francia, vi al artista volver a una inspiración más intimista, en la tradición de Corot.
La naturaleza muerta, el paisaje: realizar paisajes entre Auvers y la Isla de Adam no es tarea sencilla, eran tratados por él con una inspiración a la vez despreocupada por la moda y él preocupado por la novedad.
Lo que siempre me impresionó de Geoffroy Dechaume, - y los retratos en los cuales se centró su creatividad estos últimos años son un nuevo testimonio, - es el extraordinario ánimo con el cual nunca se desprendió de su propia melodía interior.
No pertenece a la categoría de esos falsos campesinos del Danubio, por el contrario es un amateur de todas las formas del arte y en especial de la pintura, tan avisado como culto. Sabe que la imitación y que una cierta falta de maleabilidad son la más segura garantía de la originalidad.
Adopta, frente al torbellino agitado del arte contemporáneo, lo que personalmente calificaría de recelo abierto, una disponibilidad retráctil.
De la difícil ambigüedad que consiste en no ser ni una puerta blindada ni un colador, emerge una expresión personal e invito al aficionado en pintura a mirar cuidadosamente, antes de intentar reconocerla.